
Juanma, en cambio, saludaba frecuentemente y sin sonrisa pero con la mirada fija en quien saluda, dentro o fuera del súper, comprara carne o no. Generalmente se quedaba mirando unos instantes después de haberle sido devuelto el saludo, lo cual desconcertaba un poco al que se chocaba con esta actitud por primera vez, sin saber bien, por unas milésimas de segundo, si tenía que responder por segunda vez al saludo, hacer otra pregunta que lo complete, acercarse para crear una nueva conversación, o seguir su camino. Yo había optado por esta última, pero hace unos días -como un juego-, decidí sostener la mirada hasta que alguno de los dos se canse. Obviamente, contaba con que sería Juanma el primero en bajar la mirada, y fue lo que efectivamente sucedió de manera casi automática, aunque poco a poco -y de maliciosamente-, el lapso en el que tardaba en desviarse a otra cosa se extendía cada vez más. Aún así, siempre era yo la que salía triunfante, lo cual me daba una secreta satisfacción, como un rapto de alegría absurda que se tiene cuando se ganan causas inútiles.
El chino de la caja parecía ser el único que cumplía horario de corrido (por eso, imagino, tenía varios momentos del día libres, durante los cuales salía a la vereda o simplemente desaparecía). El resto de los trabajadores del súper variaban continuamente, según la hora. A Juanma lo encontraba por la tarde, y una de esas tardes me pareció que estaba a punto de volar el supermercadito a la mierda. Yo estaba copando mi canasto de pickles y latas de jardinera, tomate y atún, cuando se apareció con una mochila plagada de explosivos de todos los tamaños; no sabría decir con exactitud de qué tipos de explosivos se trataba aunque creo que había un par de granadas, sinceramente no estoy segura de que esto sea así. Juanma salió de la carnicería y con esa mirada fija que lo caracterizaba y de la que hablé anteriormente se dirigió hacia el centro, en el pasillo en el que justo me encontraba, y mirando al chino abrió la mochila desafiante. Me pareció que era bastante estúpido de su parte, era evidente que el operativo que supuestamente estaba a punto de desarrollar requería de más tiempo del que había planificado porque -si bien mi conocimiento en materia de proyectiles y armamentos militares es nulo-, se supone que la detonación de todo ese material llevaría su tiempo, y en ese tiempo muy probablemente vendría algún tipo de comando especial a desarmarlo por completo; o bien también podría pasar que (si bien esto era mucho menos probable que lo anterior) el chino saldría con su 45 y lo dejaría tendido de un tiro en la cabeza, hípótesis que no tenía sentido si el carnicero era una especie de kamikaze que había decidido morir junto con todos los que en ese momento estábamos dentro del supermercadito. A diferencia de aquellas posiblidades, sucedió algo colosal que me dejó totalmente perpleja: con un acento marcadamente rioplatense, el chino -tornándose violeta como una batata- gritó "¡Ahora, compañeros!", alzando con su mano izquierda la V de la Victoria (peronista, claramente). En ese instante -frente a mi estupefacción ascendente- salieron de atrás del mostrador de panificados unas siete personas vestidas de ninjas, cada una cargando un fusil AK-47. Se dividieron en dos grupos y se colocaron, de espaldas, cada uno contra un ala de la puerta. El chino de la caja -que ya se había preparado con su traje de ninja respectivo- ordenó que vigilaran la entrada y desapareció tras una puerta secreta en el suelo que hasta entonces para mí era inexistente. Para mi sorpresa, apareció luego, en la vereda de en frente al supermercado, disparando a mansalva al Automac que yacía de aquel lado de la calle. Inmediatamente después de que Juanma les hubo repartido la artillería pesada, salió la troupe de ninjas atrás silbando la marcha peronista, y enfrentándose al local imitaron el gesto de su líder, haciendo estallar el ventanal y todas las mesas que se encontraban tras este, que afortunadamente estaban vacías. Milagrosamente, la gente había desaparecido por completo; sólo quedaban los empleados escondidos tras los boxes de recibimiento de pedidos. Casi de manera simultánea, Juanma tomó mi mano y con la que tenía libre y al grito de "¡¡¡MOREEEIIIRAAAAA, CANEJO!!!" arrojó su última granada, la cual contribuyó de manera contundente a explosión y desaparición definitiva del lugar. Me había llevado un tiempo darme cuenta de que en toda la situación yo cumplía el rol fundamental de rehén en el atentado que acababa de ocurrir, y que a la larga esta condición era bastante indefinida. Una vez que las esquirlas dejaron de volar por los aires, bajaron todos por el túnel hasta entonces secreto que comunicaba al supermercado con el otro lado de la calle y caminamos por un subconducto hasta lo que -supuse- era el Río Tigre, donde nos aguardaba una especie de lancha colectiva que nos trasladó hasta un islote del Delta. Precioso. Lo único molesto son los mosquitos, pero como construimos una casa subterránea no tenemos problemas de humedad. Vivimos ahí con Juanma y los otros chinos del súper. A veces intercambiamos, yo les enseño a conjugar verbos en español y ellos me enseñan a escribir en chino; es lindo. Con Juanma tenemos un nene, se parece a él. Nos casó el líder a orillas del río; nos inculcó la metodología budista y todos fueron padrinos de nuestra boda. A mi hijo le puse Hisashi Takashi, que quiere decir: Perón Vence.
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