27.5.10

No había necesidad.

Fabris se vistió con desesperación y recalentó un café. Tomó un trago. El gusto agrio y gomoso le hizo hacer una mueca espantosa. Con la garganta reseca, se apuró para salir.
“Mucho sol”, pensó mientras cerraba la puerta de la pensión: “… ni siquiera puedo abrir los ojos…”
-¡Che, Fabris!- escuchó de la mano de enfrente. Fabris empezó a caminar rápido, pero fue inútil. Un hombre pequeño ya se había cruzado en su camino y estiraba el brazo para agarrarle el hombro con su mano redonda y regordeta, como una araña suculenta. Lo sacudió con fuerza:
-¡Fabris! ¿Y viejo? ¿Cómo la vas llevando?
- Mal. Todavía no volvió Mimí-
-No me digas, ¿en serio?– Se quedaron en silencio. Luego preguntó sobre la ausencia de Mimí como una burla, con ese tonito agudo de petiso resentido, con ese gesto que hacía torciendo la comisura; una sonrisita irónica, fastidiosa… Fabris le hubiera desfigurado la cara a trompadas en ese instante. Pero se contuvo. Simplemente dijo:
- No sé nada de ella desde ayer a la mañana. Mirá, José, ahora estoy complicado, ¿sabés? La semana que viene te pago sin falta- Creyó que con eso no lo retendría más.
- ¿Y dónde puede llegar a estar? ¿No se te ocurre?- indagó. Su mano seguía en el hombro de Fabris, cuya exasperación crecía: “Este petiso es de lo más hijo de puta que hay”, pensó. Apretaba y desapretaba los puños duros y sucios al costado del cuerpo. Estaba a punto de explotar… Levantó la vista fijando sus ojos en el enano, sin decir nada, esperando el momento para dar el primer golpe… pero el sol del mediodía le pegó en la cara, obligándolo a desviar de vuelta la mirada, absorto, hacia la vereda. “Mierda de tipo, este José…” pensaba, canalizando todo el odio en el movimiento de sus manos. La voz de José y sus pensamientos se confundían; por otro lado, no podía dejar pasar más tiempo: no veía a Mimí desde el día anterior y ya había agotado todas las posibilidades; no se encontraba en los boliches de la zona, ni en las comisarías, ni en los hospitales. Tenía que hacer una nueva recorrida. Sabía que hasta que no le diera una respuesta convincente José no iba a dejarlo ir. Se quedó pensando un segundo.
-No sé dónde puede estar, tengo que ir a buscarla.-
-Andá tranquilo nomás, pero antes necesito lo del mes-
José pasaba a cobrar por la pensión del 1 al 10. Una habitacioncita con baño compartido. Por fuera, el edificio parecía completamente destruido. Los balcones peligraban las vidas propias y ajenas sostenidos por una mampostería podrida y un manojo de cintas rojas de plástico. No tenían luz ni gas, pero con una garrafa y el farolito a kerosén la cosa marchaba. Por ciento cincuenta pesos por mes Mauricio Fabris y su mujer podían vivir juntos, aunque Mimí seguía con sus clientes. Por un tiempo sería necesario, hasta conseguir otra cosa. Además, a ella siempre le gustó tener su plata, su independencia. Cuando se conoció con Mauricio, Mimí ya trabajaba. Se vieron por primera vez en un funeral por Fiorito. Pura casualidad. Mimí conocía al muerto porque fueron vecinos de chicos; Fabris, en cambio, era un primo lejano. Se enteró del velorio por medio de un tío que el muerto y Fabris tenían en común.
- Vine por no dejar de venir – se acuerda que le dijo a Mimí, para romper el silencio incómodo entre ambos una vez que ella hubo encendido el cigarrillo. -¿Sos familiar?-
-No. Lo conocí de chico.- Mimí nunca miraba a los ojos cuando hablaba, pero movía mucho las manos y eso la volvía algo interesante.
Se vieron al día siguiente. Fabris se imaginó que ella era prostituta, por eso no se sorprendió al escucharlo. Tampoco le importaba. Además, Mimí trabajaba solamente algunos días de la semana, con lo cual pasaban bastante tiempo juntos. En esa época Mauricio vivía hacía poco en la calle, y Mimí compartía departamento con una mujer, también puta. Pero había muchos problemas, y tuvo que dejar el lugar de un día para el otro porque, según le contó a Mauricio un tiempo después: -La minita está enferma, mal. Es loca. Empezó a predicar y desde entonces estaba con que tenían que exorcizarme porque estaba maldecida por el demonio. Una vez mató un gato a palazos, y con la sangre se lavó la cabeza, ¡con la sangre!- Mimí abandonó el lugar cuando, una noche, abrió los ojos y encontró a la mujer al lado de su cama, alzando un cuchillo. La detuvo en el acto, agarró las cosas que pudo y escapó, quedándose, junto a Mauricio, en la calle.
Al poco tiempo y como un regalo nefasto, apareció la pensión. Llamaron a un celular escrito a mano en un cartelito pegado en la puerta. Entonces, llegó José. José se encargaba, entre otras cosas, de ‘arreglar’ entre el dueño de la casona hecha pedazos y los inquilinos, que en ese momento eran seis, aparte de Mauricio y Mimí. Al dueño nunca lo conocieron; siempre pasaba José y cobraba. A veces, se escuchaban gritos y portazos, ya que vivir ahí se hacía cada vez más complicado. Muchos vecinos amenazaban a José y se negaban a pagar el alquiler, hasta planeaban expropiarle una de sus habitaciones y se atrincheraban. Pero José no era un tipo que se dejara intimidar tan fácilmente. A pesar de su corta estatura, el petiso se las traía. Y más de una vez se apareció con varios de sus muchachos (así los llamaba: “pagás o te traigo a los muchachos”) para poner las cosas en su lugar o, simplemente, para evitar que a alguno se le ocurra seguir haciéndose el loco.
Pero estos eran detalles que, con las cuentas claras, no había necesidad de enfrentar. Se mudaron enseguida; como sus únicas pertenencias eran la garrafa, el farol, un colchón de goma espuma y algo de vajilla, además del mate (y el resto de las cosas quedaron en el departamento, con la loca), pudieron instalarse con comodidad. A la ropa la dejaron en una valija, al lado del colchón.
Al principio, fue bastante duro. Mimí tuvo que hacerse cargo de todo; un todo que, si bien comprendía la módica suma de ciento cincuenta pesos de alquiler y otra parte mínima para la comida, era un gasto que ya no estaba dispuesta a seguir manteniendo sola; además, ya se estaba cansando de su trabajo y necesitaba un cambio. Así le había dicho a Fabris:
-Mauricio, necesito un cambio.-
Mauricio, por su parte, buscaba trabajo todos los días. Buscaba en la calle, en los diarios, en las fábricas… nada. Era inútil. Había empezado a deprimirse y ya ni salía del cuartito. Mimí cada vez puteaba más a Fabris, a la pensión, a José… Llegaba a puntos de violencia extrema. Cuando volvía por la mañana, solía tirar la plata arriba de la mesa, despertaba al pobre Fabris que dormía con toda su depresión a cuestas y le refregaba los billetes de cien en la cara, instigándolo a contestar: -¿Sabés todo lo que tengo que hacer para ganar esta mierda? ¿Eh, vago hijo de puta? ¿Vos sabés lo que tengo que hacer para pagar esta mugre? ¡Laburá! ¡No servís para nada! ¡Andá a comprar comida porque te mato!- Y entonces, Fabris bajaba con un billete en la mano a comprar café, yerba, pan. La escena se repetía con mayor o menor intensidad, pero muy pocas veces se evitaba. A veces Mimí llegaba llorando, y se sentaba en el piso, y Mauricio se despertaba y la abrazaba, y se quedaban así un rato largo, hasta que el sol entraba por las persianas cerradas, y ella se quedaba dormida en sus brazos. Entonces, él la acostaba en el colchón y prendía la garrafa, para hacerse unos mates.
Era angustiante verla así. Sobre todo porque él quería mucho a Mimí. Ya se había acostumbrado a ella, a pesar de estos últimos tiempos de crisis. Por eso necesitaba encontrarla, estaba asustado. En la calle nunca le pasó nada, y ahora desaparece así, de repente. No cree que se haya fugado, su ropa seguía en la valija y le había dejado algo de plata para la comida, además: ¿a dónde iría? A menos que se haya ido con alguien, pero era poco probable. Todas sus pertenencias seguían en la pensión.
-No tengo nada para pagarte ahora. Perdoname José, pero tengo que ir a buscar a Mimí, a lo mejor alguien sabe algo-
-Ya me venís pateando hace días, no me vengas con esta pelotudez. A la putita esa la hicieron cagar fuego, como a todas las putitas que se meten en quilombos.-
Fue raro porque la ira de Fabris desapareció completamente. En cambio, le sobrevino un impulso hasta entonces desconocido, una frialdad imparable, como si toda esa furia descomunal se hubiese dispersado y, en cambio, se transformara en el golpe que finalmente hizo estallar la cabeza del petiso José contra la pared en mil pedazos. Primero con un latigazo seco que le raspó la frente, después le giró su cabeza para quebrarle el tabique, y le siguió dando hasta que del hueso torcido de la nariz salían borbotones de sangre espesa, que se esparcía por la boca ya sin dientes delanteros. Era difícil distinguir las partes de su rostro porque se había mordido la lengua, con lo cual se embadurnó por completo en sangre. La mordedura había sido muy fuerte, algo le colgaba de la boca y había muchos coágulos, no se sabía a ciencia cierta si lo que le colgaba era la sangre misma o un pedazo de carne. La cara deforme y roja brillaba bajo el sol del mediodía, ya estaba totalmente inconsciente, se resbaló dejando una huella larga en la pared, la mano de Fabris manchada; la gente en la calle desapareció bajo el sol rabioso, los dejaron solos. En eso Fabris recordó por qué el enano José no fue hasta entonces a ‘apurarlo’ con los muchachos. Siempre que pasaba frente a su cuarto decía que no tenía sentido gastar fuerzas con él porque:
-Es un infeliz, un cornudo mantenido por la trolita esa que en cualquier momento me voy a coger.- Así iba el enano gritando por los pasillos de la pensión. Mauricio aguantaba, aguantaba por Mimí, porque jamás volvería a la calle, antes hacía cualquier cosa, soportaba cualquier cosa, pero la calle no, eso sí que era lo peor. Sobre todo para ella, que había pasado tantas cosas, que se sacrificaba tanto, que lo quería tanto; porque a pesar de todo lo quería, lo necesitaba para que sus vidas sean un poco menos miserables. Aunque sea pasaban el tiempo, y quizá algún día, si soportaban, si hacían la vista gorda, si pagaban el alquiler cada mes y se olvidaban de la gente y de los gritos y de esa pensión de mierda, sus vidas seguirían marchando en esa cotidianeidad difícil pero llevadera, hasta que puedan irse, dejar todo, cambiar, como decía Mimí. Siempre hablaba de un cambio. Pero para eso tenían que aguantar, eso lo sabía Fabris. Por eso hasta entonces, no había necesidad. No había necesidad de explotar, no había necesidad de soltar toda esa ira contenida; se trataba simplemente de dejar pasar el tiempo, hacer lo que debía hacer, quedarse sentado y esperar. Esperar a Mimí, que no llegaba desde hacía un día y eso repicaba como un taladro sordo en el cerebro.
Un patrullero dobló la esquina y subió a la vereda atropelladamente. La sirena se venía escuchando desde lejos. Bajó un cana pelado y Fabris alzó los brazos al mismo tiempo que le gritaban que lo hiciera. Se había lastimado los nudillos y no sabía si el hilo de sangre que chorreaba por su brazo era de él o de José, que según comprobó otro de los canas, estaba muerto. Lentamente, lo obligaron a acercarse al patrullero y torció suavemente la cabeza hacia un costado, sobre el techo del automóvil. Esposado y con la mirada perdida, percibió la figura de Mimí que se acercaba rápido, los rulos amarillos saltando frenéticamente. Le encantaba verla con el pelo suelto. Se tranquilizó. Por suerte, Mimí apareció y estaba bien.